En el mundo de las letras (diseñadas) es frecuente el debate, a veces con un miedo prudente y a veces con temerario orgullo, sobre si estamos viviendo estos años encerrados en una burbuja tipográfica.
España vive por lo general y lo particular en una cultura del glifo tirando a mediocre. Ni el común de los ciudadanos, ni la administración, las empresas o los propios diseñadores tienen demasiado interés por la letra bien compuesta. Como país somos muy de Comic Sans y Arial a todo trapo.
A pesar de semejante panorama, se han multiplicado por la península los eventos y cursos relacionados con el diseño de letras; la recuperación de la impresión artesanal a madera y plomo ha pasado de ser una extravagancia nostálgica a erigirse en una herramienta de diseño y pedagógica útil y frecuente que fascina a los jóvenes diseñadores; y cada vez más profesionales en ejercicio y estudiantes se han lanzado a inventarse sus propias familias (tipográficas), un terreno en el que hasta ahora sólo se aventuraban unos pocos y magníficos francotiradores (tipográficos).
Es un hecho cierto que se ha disparado el interés por crear letras y usarlas aseadamente. Ahora hay que despejar la duda de si esa fiebre será fugaz o dejará poso permanente.
En fin: les sorprenderá saber que estos párrafos previos viene a cuento de que les quiero contar mis vacaciones. Bueno, algo así.
El domingo pasado finalizó la primera edición de Glíglifo, un curso «intensivo y pasional» de tipografía organizado alegremente por el aragonés Pedro Arilla y el menorquín Damià Rotger. Una de esas interesantes iniciativas de las que les hablaba antes: cinco días de retiro en Sos del Rey Católico para realizar una primera incursión en el noble arte de diseñar letras.
Y allá que nos hemos juntado una veintena de afanosos diseñadores y artistas para pasar esas jornadas rodeados de dobles lápices, gomas Milan, papel cebolla y portátiles que echaban humo. Una media de ocho horas al día metidos en faena que han obrado milagros: todos nos hemos vuelto para casa con la semilla de una tipografía.
Les voy a ahorrar la crónica humana del evento, que esas cosas dan pudor incluso cuando, como en este caso, ha sido fenomenal convivir con este grupo de grafistas que llegaron a Sos, por así decirlo, «con una maleta llena de sueños». Pero quiero compartir cuatro conclusiones.
Uno: todo diseñador gráfico debería experimentar con la creación de letras: fabricarlas es comprenderlas, y comprenderlas ayuda a usarlas bien.
Dos: resulta relativamente fácil empezar a diseñar una tipografía, pero es increíblemente difícil y laborioso terminarla, y terminarla bien. Inventarse las formas de una «a» puede llegar a ser un juego; qué interesante ha sido comprobar en carne propia cuánto tesón y amor obsesivo por el detalle esconde cada alfabeto. Las tipografías que hemos medio diseñado en menos de una semana son sólo un boceto, un chispazo de los meses de trabajo y documentación que supondría afinarlas y terminarlas.
Tres: si tienes la «h», tienes la «l» y la «n»; si tienes la «n» tienes la «m» y la «u».
Y cuatro: les recomiendo que se apunten a la próxima edición de Glíglifo, o a cualquier otra propuesta similar. Ignoro si la pasión por la tipografía, ese curioso boom minoritario, se desvanecerá en los próximos años. Pero, se lo aseguro, es instructivo y divertido pasarse un tiempo dentro de la burbuja de las letras.
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Mi experimento con las letricas se llama Primera. Le faltan todavía conocimientos de diseño que no tengo (y cientos de horas de trabajo). Pero es un comienzo. Aquí van unas fotos del proceso: el juego con los dobles lápices, los bocetos, el trabajo de espaciado con Glyphs y una prueba de presentación a medio cocinar.
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